CUATRO POEMAS DE TED HUGHES




LUCIOS

Lucios, tres pulgadas de largo, perfectos
en todas partes, a franjas verdes y doradas.
Son asesinos desde el huevo. Su sonrisa es vieja y maligna.
Salen a la superficie y bailan entre las moscas.

O viajan, aturdidos por su propia grandeza,
sobre un lecho de esmeralda, siluetas
de horror y exquisitez submarina.
En su mundo miden cientos de pies.

En los estanques, bajo los lirios azotados por el calor,
bajo sus sombras inmóviles.
Han sido vistos sobre las hojas negras de antaño, mirando hacia arriba.
O flotando en una cueva ambarina de algas.

Los colmillos y las abrazaderas en gancho de su mandíbula
no pueden mudarse en esta época del año;
la vida entera depende de esos instrumentos;
las agallas trabajan en silencio y los pectorales también.

Una vez metimos a tres en una pecera
toda llena de algas: uno de tres pulgadas, uno de cuatro
y otro de cuatro y media. Los cebamos con alevines.
De pronto había dos. Luego uno solo,

con el vientre abultado y la misma sonrisa que tenía al nacer.
Y por supuesto no perdonan a nadie.
Había otros dos, pesaban seis libras y medían dos pies,
embarrancados y muertos en la hierba,

uno estaba embutido hasta las agallas en el gaznate del otro:
el ojo de fuera observaba, atrapado en el vicio.
Aquel ojo no había perdido hierro
aunque la muerte hubiera secado su membrana.

Otra vez yo estaba pescando en un estanque de cincuenta metros,
cuyos lirios y carpas musculosas
eran más viejos que cualquier piedra a la vista
del monasterio que los plantó allí.

Su profundidad inmóvil era legendaria:
era tan profundo como Inglaterra. Albergaba
lucios demasiado enormes para moverse, tan enormes y viejos
que no me atrevía a pescar después del crepúsculo.

Pero tiré la caña en silencio y pesqué,
con los pelos de punta,
pensando en lo que se movía, en los ojos que se estarían moviendo.
El chapoteo amortiguado en el agua oscura

y el murmullo del búho sobre el bosque flotante
me sonaba remoto al lado de aquella ensoñación
que la oscuridad bajo la oscuridad de la noche había liberado
y que venía despacio hacia mí, observándome.



AL VENIR POR SOMERSET

Me pareció ver algo a la luz de los faros ‒fue el momento álgido
de mi viaje por Inglaterra‒: un tejón muerto
con las patas yertas y extendidas. Luego
maniobré hasta el final del carril, volví atrás y esperé
por decencia a que se apagaran las luces.
En aquella oscuridad total cogí por una pata trasera
al tejón muerto. Calor polvoriento de agosto. Que bello
animal, caliente y secreto. Lo puse a dormir
en el asiento del pasajero, sangraba por la nariz. Lo traje cerca
de mi vida. Ahora está en la viga
que arranqué de un gran edificio. La viga ha esperado dos años
para ocupar un edificio nuevo. Su abrigo de verano
no valía la pena quitárselo. Sería su esqueleto para el futuro.
Bellos colmillos escondidos. Las moscas ruidosas
son sus joyas mortuorias. El calor lo guía por momentos
hacia su averno. Lúgubre día de moscas
y de tomar el sol. Tira ya ese tejón.
Noche de ríos resecos, de pastos brillantes,
de truchas que forcejean por hilos de agua. Y otra vez el sol
se despierta como un ojo arrancado. Qué raro
que aguante hasta el alba. ¡Qué silenciosas
esas garras de oso negro, ese pelo tan largo cubierto de escarcha!
Tira hoy mismo ese tejón.
Ya están las moscas,
se apasionan, traen a sus amigas. No quiero
enterrarlo y perderlo. Ni despellejarlo [ya es tarde].
Ni separar de un tajo su cabeza y hervirla
para sacarle su cráneo magnífico. Quiero
que se quede como está. Con la garganta de azabache.
Con su cara perfecta. Con las patas fatigadas
y la electricidad apagada. Quiero
que detenga el tiempo. Su fuerza persiste, corpulenta.
Pestilente, hirsuto,
con la cara alegremente pintada.
Una insignia de este momento de mi vida.
No del pasado, como las demás, sino de ahora.
Estoy de pie
mirándolo ahí quieto, como un clavo de hierro
atornillado y bien alineado
en el tronco de un tejo. Algo tiene que permanecer.



17 DE FEBRERO

Un cordero no podía nacer. Venía un viento helado
de un horizonte matinal que parecía un trapo mojado. La madre
yacía en la ladera embarrada. Se levantó al sentirse acosada
y aquel bulto oscuro se le meneó en el trasero,
debajo del rabo. Después de mucho galopar,
de maniobrar un poco, de que ondeara mucho aquel bulto
que era la cabeza expectante del cordero,
la atrapé con una cuerda. La tumbé cabeza arriba
y examiné al cordero. Una pelota hinchada y ensangrentada,
cubierta de fieltro negro. Tenía la boca torcida
y aplastada. La lengua fuera y negra.
Su madre lo había estrangulado. Toqué por dentro,
la soga de carne materna, dentro del túnel de músculo
resbaladizo. Busqué alguna pezuña con los dedos.
Miré otra vez el hueco de la pelvis.
Pero no había pezuñas. Había sacado la cabeza muy pronto
y las patas no habían podido salir. Tendría que haber
palpado el camino, de puntillas, con las pezuñas
bien colocadas debajo de la nariz,
para aterrizar bien. Me puse de rodillas y forcejeé.
Ella gemía. No pude pasar la mano
junto al cuello del cordero para meterla dentro
y agarrar una rodilla. Até la cabecita infantil
y estiré hasta que ella gritó y trató de
levantarse. Vi que todo era inútil. Recorrí dos millas
en busca de una navaja y la inyección.
Corté la garganta del cordero, hice palanca con un cuchillo
entre las vértebras, arranqué la cabeza y la dejé
mirando a su madre. La tráquea apoyada en el barro.
Toda la tierra era su cuerpo. Empujé
el muñón del cuello otra vez adentro, y mientras tanto
ella empujaba también. Ella empujaba chillando y yo tragando saliva.
Y la fuerza
que ella hacía para parir y el impulso de mi pulgar
contra aquella vértebra suelta se contrarrestaban,
era un estúpido tira y afloja. hasta que logré
meter una mano y cogí una rodilla. entonces fue como
hacer fuerza hacia el techo con un dedo
tirando de un lazo. Coordiné mi esfuerzo
con el que ella hacía para parir. Tiré
de aquel cadáver que no quería salir. Hasta que salió.
Y detrás de sí, la bolsa de la vida, larga y amarilla
como la yema de un huevo,
en medio de una gelatina de caldos y aceites.
Así nació el cuerpo y quedó junto a la cabeza cortada.



GUACAMAYO

¡Hechicero! ¡Cómo lo odias todo!
Lo vas pisoteando despacio, lo amasas
hasta convertirlo en pulpa ectoplásmica.

Tus pisotones son tu baile. Y observas,
tuerces la cabeza
y clavas tu ojo maligno en el enemigo.

Tuerces, tejes y enredas
todos los hilos de su alma
y lo arrastras hacia ti. Luego lo pisoteas.

¡Sodoma y Gomorra! Tu ojo gira sobre su eje,
en su cuenca cenicienta, en la azuela sulfúrica
que tienes a modo de rostro. Esa capucha,

ese visor de sílex negro,
es también tu tercera pata. Y tu copa de sílex,
toscamente rota para encajarla, la usas de sotabarba.

¡Un ojo tan pálido como el tuyo nunca perdona!
Tu camisa de narciso embadurnada de huevo
no te sirve de consuelo. Y esa cota de malla

hecha de plumas de color azul prusiano
es una burla. Ya no habrá ningún remedio, claro,
cuando finalmente logres entender

a las estrellas danzarinas
que concibieron esta
humillación temblorosa y esta cárcel y este

instrumento de tortura hecho de plástico quebrado
que llevas enclastado y torcido
de lado a lado de la garganta.






Columna de humo. Cuatro poemas de animales del poeta inglés Ted Hughes







Ted Hughes
Tomados de Poemas de animales
Traducción de Javier Calvo
Mondadori, 1999