CUATRO POEMAS DE ÉDGAR TREVIZO
LOS FELICES
Esta mañana, tras llover toda la noche,
el cielo se desborda de color azul
y alcanza a salpicar la orilla
de las nubes grises.
Es el consuelo de los tristes.
A quien es feliz
no le resulta necesario ver el mundo;
está en él, sencillamente,
como el fruto en la sombra de la rama.
Los tristes
buscamos en el verde de los árboles
y en el crepitar del sol,
—acaso también en una pareja de
muchachas que pasan por la calle
tomadas de la mano—,
la señal de que alguna belleza
sigue viva,
y la esperanza
de que sea suficiente
por ahora.
SOLDADO DE GOMA CON PARACAÍDAS
Que en la hora
de mi muerte, Señor,
me acompañe
la imagen de ese niño
que supo recortar
un círculo de
una bolsa de plástico,
hacer cuatro cuidadosas
perforaciones,
atar los hilos
a las axilas
de aquel soldado
de goma verde
y arrojarlo a lo alto,
con todas sus fuerzas,
para verlo
lentamente caer,
una y otra vez,
bajo la tarde azul,
entre los manzanos.
EL GRITO
Salimos
juntos al patio de la escuela, el chico y yo,
aquel cuyo rostro y nombre
no recuerdo. Probábamos el alcance
de la voz humana:
él tenía que gritar lo más fuerte que pudiera
y yo levantaría un brazo,
desde el otro lado de la acera, para indicar
que lo había escuchado.
Gritó desde el parque: alcé mi brazo.
Más allá de los límites de la escuela,
gritó desde el final del camino,
desde el pie de la colina,
más allá del mirador de la granja Fretwell:
levanté mi brazo.
Luego se fue del pueblo y llegó a tener veinte años muerto
con un orificio de bala
en el paladar, en Australia Occidental.
Muchacho cuyo rostro y nombre no recuerdo,
ya puedes parar de gritar, todavía te escucho.
DIÓGENES
Dos niñas en bicicleta,
a lo largo de la calle vacía,
pedalean bajo la traslúcida
mañana del día de Navidad.
La estela de sus risas a la espalda,
como una cabellera agitada por la luz.
No conocen el mundo.
Lo poco que hasta ahora
han llegado a conocer de él es bueno,
incluso el frío, el sol lejano
del invierno,
la hora de irse a dormir, aun sin sueño.
Las miro y recuerdo a aquel hombre
que vi hace algunos días, recostado
en una acera.
A un lado suyo, tres bolsas de plástico,
llenas de la suma de sus posesiones en la tierra;
una más bajo su nuca,
como almohada.
Bajo la ubicua marejada del sol,
la pierna izquierda flexionada, el tobillo
derecho sobre esa rodilla en alto,
se lleva un trozo de pan a la boca, toma
un bocado, mastica, cierra los ojos
y sonríe.
Como si aún no conociera el mundo,
como si todo lo que hasta ahora
ha llegado a conocer de él fuera bueno.
Incluso el frío, el sol lejano del invierno,
la inminente hora del último dormir,
aun sin sueño.