CUATRO POEMAS DE LOUISE GLÜCK
AMOR PERDIDO
Mi hermana pasó toda una vida en la tierra.
Nació, murió.
Entremedias,
ni una mirada alerta, ni una frase.
Hacía lo que hacen los bebés,
lloraba. Pero se negaba a comer.
Aun así, mi madre la abrazaba, tratando de cambiar
el destino primero, luego la historia.
Y algo cambió: al morir mi hermana
el corazón de mi madre se quedó
muy frío, muy rígido,
como un pequeño colgante de hierro.
Me pareció entonces que el cuerpo de mi hermana
era un imán. Podía sentir cómo atraía
el corazón de mi madre hacia la tierra,
para hacerlo crecer.
MOUNT ARARAT *
No hay nada más triste que la tumba de mi hermana,
salvo la tumba de mi prima, junto a ella.
a día de hoy, no puedo soportar mirar
a mi madre y a mi tía,
aunque cuanto más trato de eludir
ser testigo de su sufrimiento, más me envuelve
el destino de nuestra familia:
cada rama entrega una niña pequeña a la tierra.
En mi generación, pospusimos el matrimonio, los hijos.
Cuando los tuvimos, tuvimos solo uno;
hijos por lo general, no hijas.
Nunca hablamos de ello.
Pero siempre es un alivio enterrar a un adulto,
alguien lejano, como mi padre.
Es una señal de que quizás la deuda familiar se haya saldado.
A decir verdad, nadie cree tal cosa.
Como la tierra misma, cada una de las piedras
de este lugar está dedicada al dios de los judíos
que no duda en arrebatar
un hijo a su madre.
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* Mount Ararat Cementery es un cementerio de Nueva York fundado en 1928. [N. del T.]
UNA FÁBULA
Dos mujeres
con el mismo ruego
se postraron a los pies
del rey sabio. Dos mujeres,
pero un solo bebé.
El rey era consciente
de que alguna mentía.
Lo que dijo fue:
Que el niño sea
cortado en dos; de ese modo
ninguna se irá
con las manos vacías.
Desenfundó su espada.
Entonces, de las dos
mujeres, una
renunció a su parte:
esta era
la señal, la lección.
Supongamos
que ves a tu madre
debatiéndose entre dos hijas:
qué podrías hacer
para salvarla sino estar
dispuesta a destruirte
a ti misma: así sabría ella
cuál era la hija legítima,
la que no era capaz de soportar
dividir a la madre.
SEMEJANZA TERMINAL
Cuando vi a mi padre por última vez, ambos hicimos lo mismo.
Él estaba de pie en la puerta del salón
esperando a que yo colgara el teléfono.
Que no estuviera también señalando su reloj
era una señal de que quería hablar.
Hablar, para nosotros, siempre significó lo mismo.
Él decía una pocas cosas. Yo contestaba otras pocas.
Eso era todo.
Fue a finales de un agosto muy caluroso y húmedo.
En la casa de al lado, los obreros vertían grava nueva en la entrada.
Mi padre y yo evitábamos quedarnos a solas;
no sabíamos cómo conectar, cómo mantener una conversación...
no parecía haber
ninguna otra posibilidad.
Así que esto era especial: cuando un hombre está muriéndose,
tiene tema de conversación.
Debía ser temprano. A un lado y otro de la calle
los aspersores empezaban a encenderse. La camioneta del jardinero
apareció al final de la manzana,
luego se detuvo a aparcar.
Mi padre quería contarme cómo era estar muriéndose.
Me dijo que no sufría.
Dijo que se anticipaba al dolor, que lo aguardaba, pero no llegaba nunca.
Todo lo que sentía era cierta debilidad.
Yo contesté que me alegraba por él, que pensaba que tenía suerte.
Algunos maridos se subían a sus coches, camino del trabajo.
Era gente que ya no conocíamos. Familias nuevas,
familias con niños pequeños.
Las esposas, de pie en los escalones, hacían gestos o daban voces.
Nos dijimos adiós de la forma acostumbrada,
sin abrazos, ni dramatismos.
Cuando llegó el taxi, mis padres se quedaron mirando desde la puerta,
tomados del brazo, mi madre lanzándome besos como hace siempre,
porque le espanta dejar una mano sin usar.
Pero por una vez mi padre no se limitó a quedarse allí de pie.
Esta vez me dijo adiós con la mano.
Y eso mismo hice yo, en la puerta del taxi.
Como él, le dije adiós para disimular el temblor de mi mano.