NUEVE POEMAS DE YUSEF KOMUNYAKAA
TÚNELES
Se mete de cabeza dentro del agujero,
da patadas al aire y desaparece.
Siento como si estuviera allí dentro
con él, avanzando, impulsado
por un río de oscuridad, sintiéndome
dichoso por cada pulgada hacia lo ignoto.
Nuestro rata de túnel es el hombre más pequeño
del pelotón en una caja de resonancia
que le hace sangrar los oídos
si aprieta el gatillo.
Se mueve como si imitara
a los peces ciegos que se deslizan por un mar imaginario
empujado por algo más grande que la ambición
en la vida. No piensa
en las arañas y alacranes que habitan el aire,
ni le inquietan los murciélagos que cuelgan boca abajo
como dioses con la ceguera de los topos.
El olor a humedad es más intenso
que el hedor de las letrinas.
Acecha una urdimbre de bombas, dispuestas
a reventar en pedazos de estrellas.
Inducido por alguna exigencia,
por algún impulso, entiende el latido
de lo misterioso y lo insólito
como pensamientos atrapados debajo de la tierra.
Interpela a todas las raíces.
Cada sombra amenaza
con la muerte. Como un ángel
empujado contra el dolor,
su casco redondo
sigue el círculo de luz que su linterna
arroja al vacío. Entre piojos
plateados, mierda, gusanos y vapores pestilentes,
ahí va, el buen soldado,
a cuatro patas, excavando más allá
de la muerte que se esconde en cualquier esquina oscura,
honrando el peso de la escopeta
que cualquier día lo llevará a la tumba.
HANOI HANNAH
¡Ray Charles! su voz
nos llama desde la alta hierba,
y nosotros nos agachamos tras los sacos de arena.
«Hola, hermanos negros. Holaaa,
Georgia también está en mi mente».
Las bengalas florecen sobre los árboles.
«Ahí está Hannah de nuevo.
A ver si le podemos
encender la puta mecha
esta vez». Los proyectiles
dibujan un arco pálido
en el crepúsculo. Su voz sale
de un seto a mano izquierda.
«Es sábado por la noche en los Estados Unidos.
Imaginaos qué estarán haciendo vuestras mujeres.
Creo que voy a dejar que os lo cuente
Tina Turner, soldaditos nostálgicos».
Los obuses corcovean como una manada
de caballos detrás de la alambrada.
«Sabéis que sois hombres muertos,
¿verdad? Estáis muertos
igual que King hoy en Menphis.
Muchachos, estáis rodeados
por la división del General Tran Do».
Sus palabras hieren
como las balas de un francotirador:
«Hermanos negros ¿por quiénes estáis muriendo?»
Lanzamos una ráfaga
de balas trazadoras. Los Phantom jets
se despliegan en abanico sobre los árboles.
La artillería dispara al objetivo.
Su voz resucita
y la sentimos hablar
de nuevo, una flor sangrante
de la que nadie sabe su nombre verdadero.
«Sois una mierda de traidores, GIs».
Se oyen sus carcajadas salir del suelo
como si los altavoces estuvieran
enterrados debajo de nuestros pies.
FRAGGING
Cinco hombres se lo echan a suerte
bajo un árbol de la ladera.
La niebla y la llovizna forman un halo alrededor
mientras se mantienen separados
aparentando que no están juntos.
«No perderemos un hombre de verdad.
Ese teniente es un insensato.
Acuérdate de cómo Turk
saltó por los aires; la próxima vez
puedes ser tú, o yo. Carajo,
la verdad sea dicha».
Algo tan pequeño como una anilla
puede mantener a los hombres unidos,
tarareando la misma canción.
Sí, un solo movimiento
de muñeca y toda la noche
se rompe en pedazos. «¿No se lo advertimos?
El hijo de puta». «Acuérdate, Joe,
acuérdate de cómo empujó a Pérez».
Los cinco hombres respiran como una oleada
de cigarras, sus cabezas agachadas
llenas de fragmentos de estrellas.
Se separan tan rápido como los dedos de una mano.
Mirando al suelo, cuatro de ellos
caminan hacia el norte, y desaparecen. Uno
toma otra dirección, atravesando
por una pesadilla. Mete un dedo
en el anillo metálico, está casado
con su demonio, y la manilla en forma de cuchara
sale desprendida. Se desparrama
todo por el suelo verde,
como cien pájaros colorados
liberados de una caja de madera.
TÚ Y YO ESTAMOS DESAPARECIENDO
―Björn Hakansson
El grito que traigo de las montañas
es el de una muchacha que todavía arde
dentro de mi cabeza. Al despuntar el día
arde como un trozo de papel.
Arde como un fuego fatuo
en un valle estrecho.
Una falda de llamas
baila alrededor de ella
en el crepúsculo.
Estamos de pie con las manos
caídas mientras
que ella se quema
como un saco de hielo seco.
Arde como petróleo en el agua.
Arde como una antorcha de anea
mojada en gasolina.
Brilla como la gruesa punta
de un puro de un banquero,
en silencio como el azogue.
Es un tigre bajo un arcoíris
al anochecer.
Se quema como un chupito de vodka.
Arde como un campo de amapolas
al borde de una selva.
Se eleva como humo de dragón
que se me mete por la nariz.
Arde como un arbusto en llamas
alimentado por un viento espantoso.
VIENDO EN LA OSCURIDAD
Cada vez nos llegan más hondo el sonido
con fritura de la película porno,
mientras que los disparos de los morteros tiñen
la noche del color de la carne. El cabo que está en la puerta
sonríe; sus dientes brillan como perlas en bruto,
está de pie con un puñado de dinero,
contento de ver que los soldados de infantería
llegados del campo saben
más de sortear alambres
y ver en la oscuridad
que de mujeres. Están en Shangri-La
mirando embobados las imágenes desvaías
proyectadas sobre unas sábanas.
Somos hombres capaces de hacer
el amor con fantasmas,
intentando no confundir
las caras de las mujeres que amamos
con las que vemos en la pantalla.
¿Es el saxo de Hawk
el que acompaña la siguiente escena?
Tres mujeres en una cama redonda
seducen a un pastor alemán.
Todo se torna blanco como el alabastro.
La película centellea; el proyector
se apaga y maldecimos la oscuridad
y el gemido de las cigarras.
PRISIONEROS
A menudo, en la pista de helicópteros,
los veo tambalearse
por el ardiente asfalto,
con sacos cargados sobre las cabezas,
en dirección a las celdas de interrogatorio,
estructuras livianas como cometas celulares
hechas de palos y seda negra
esperando que un viento fuerte
las secuestre y las lleve
hasta el espacio. Pienso
que muchos se deben estar riendo
bajo sus capuchas pardas,
sabiendo que los misiles apuntan
a Chu Lai, que el agua está
evaporando y pronto el sensor
hará contacto con el metal.
¿Cómo puede nadie plantearse en ningún lugar
amar a estas figuras medio rotas
y dobladas bajo la claridad del cielo?
El peso que transportan
es la tierra que pisamos día y noche.
¿Quién puede llorar por ellos?
Tengo entendido que los viejos
son los más difíciles de romper.
Un brazo torcido, una bota
en la cabeza, un cañón del .45
metido en la boca, nada
funciona. Cuando empiezan a hablar
con sus antepasados tan desvanecidos ya como el humo
de alcanfor en las pagodas, sabes
que tendrás que matarlos
para conseguir una respuesta.
La luz del sol
lanza guadañas contra la tarde.
Todo es un espejismo de calor; arrastran
lentos sus pies como cruzando un río.
Estoy de pie, solo y asombrado
con un artillero puesto de pastillas
que me indica que suba al Cobra.
Recuerdo cómo un día
casi me inclino ante estas figuras
que venían hacia mí, bajo
la mirada acorazada de un cabo.
No sé decir por qué.
a media milla de distancia
los árboles se abrazan
y los prisioneros parecen
marionetas colgadas de unos hilos de luz.
UN TELEVISOR IMPRESO EN LOS OJOS
Está sentado en cuclillas en un agujero
cubierto con cañas de bambú
recordando cientos de caras
de I Love Lucy, Dragnet,
Y Spy y The Ed Sullivan Show.
Un alfiler de luz le avisa
de cuándo llega el día. Le llega
el sonido como abejas
encerradas en la botella de Coca-Cola de un niño.
Cuando se parte de risa
con Roadrunner, del Canal 6
el dolor agudo desaparece.
Enfoca el mundo desde
su celda solitaria y ve
cómo Spike Jones, el hombre orquesta,
se rompe en pedazos. Dos minutos después
Marilyn Monroe está desnuda
en un sofá blanco y redondo
que parece una nube.
Zarandea la cabeza intentando recordar
aquella imagen y se ve a sí mismo
pulsando botones arriba y abajo,
pero sólo el piano
de Liberace le alivia del paisaje
que no ve. Oye los pasos firmes
y diligentes de los guardianes
que vienen a por él. La imagen
se desvanece con el sonido de la orina
goteando en su frente
en el momento en que intenta leer
en los labios de Walter Cronkite.
GRACIAS
Gracias por el árbol
que se interpuso entre la bala del francotirador y yo.
No sé qué fue lo que hizo moverse
a la hierba momentos antes de que el Vietcong
levantara su rifle silencioso.
Me acompañaba siempre una voz
que me indicaba qué pie
tenía que poner primero.
Gracias por desviar la bala rebotada
en el desorden de aquella tarde.
Imaginaba que estaba en San Francisco
embelesado con los profusos colores de una mujer,
haciendo que el canto de amor de un pájaro oscuro
se quebrase al clarear el día,
cuando mis manos cogieron
una rama y la apartaron
de mi cara. Gracias
a la florecilla blanca
que me mostró el destello de metal
avisando que podía estallar en pedazos,
como la niebla sobre la hierba,
cuando jugábamos a un juego
mortífero para dioses ciegos.
Aún no entiendo qué fue
lo que me hizo ver la mariposa
posada sobre aquel hilo sutil
amarrado al portillo de una finca
que hacía depender el día
de una cuerda de guitarra esperando ser tocada.
No era extraño
que las tristes colinas se doblaran un poco bajo el calor.
Gracias otra vez por la granada
defectuosa que lanzaron a mis pies
en las afueras de Chu Lai. Aún estoy
oyendo su silencio.
No sé por qué el sol
intrépido rozó la bayoneta,
pero sé que algo
había entre aquellos árboles
que se movía solamente cuando yo me movía.
JUGUETES EN UN CAMPO
Han hecho una barras de gimnasia
con monturas de fusil.
Los niños vietnamitas
juegan a colgarse de ellas.
Retándose unos a otros
se cuelgan de las puertas
de los helicópteros de millones de dólares
abandonados en el cementerio
de elefantes blancos. Con los brazos
extendidos como las águilas, imitan
a los buitres aterrizando en los campos.
Juegan en silencio
―como una lluvia distante,
como las noticias de las seis
con el volumen bajo―
menos el niño
de ojos americanos
que continúa entonando
rat-a-tat-tat, tat..., abrazado
a una metralleta rota.