SOBRE «UN CABALLO, CONTESTÓ MI MADRE» DE ENRIQUE CARLOS
CAMPO MAGNÉTICO: UNA TRADUCCIÓN VISUAL
por Melissa Niño
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El
Observatorio de Palabras de la Real Academia, ese cajón en que la policía
panhispánica del español encierra a las palabras sospechosas y de origen
impreciso, dice que la voz petricor es una adaptación del inglés petrichor.
Pero si hablamos de traducción, más que un calco lingüístico con el acento
desplazado, yo prefiero desdoblar la voz y traducirla como: «La lluvia huele
antes de caer, así descubrimos su significado», [Enrique Carlos]. Se trata, por
supuesto, de una traducción emocional, una trampa muy bien armada: el poeta nos
da las definiciones, pero no el concepto. Como si de una obra in medias res
se tratara, nos coloca en medio del camino, sin revelarnos a dónde conduce.
Sería muy sencillo decir que la materia o tema sobre la que versa Un caballo, contestó mi madre es el duelo. Pero, eso equivaldría a pasar por alto la magia de este libro, cuyo corazón no está solamente en las palabras, sino en la suma total de sus gestos, en el ritmo trepidante con el que suceden las tragedias sin que podamos voltear la mirada. Porque lo primero que habría que advertir es que se trata de un libro para leer de principio a fin, de manera pausada, sin interrupciones. Y es que tiene ese magnetismo, esa cualidad de instalarnos en un espacio privado en donde, cito: «la especulación emotiva es más fuerte que los hechos o que las acciones, y cada una pasa ante ti intentando disimular», [Barbara Guest]. De ahí la importancia de leer los gestos, más que los significados.
Así las cosas, Un caballo, contestó mi madre, libro publicado electrónicamente en 2022 por Ediciones O, y, ahora, reeditado en papel por la editorial de libros artesanales, Niño Down, nos plantea desde el inicio una interrogante formal: ¿qué es esto ante lo que estamos?, o dicho de manera textual, «¿Qué es eso que suena?» como se pregunta la persona dentro de esta creación literaria y que es a un mismo tiempo la observadora y la observada. ¿Es un libro de poemas?, ¿debemos leerlos como tales sólo porque están escritos en verso?, ¿o los vemos de manera más amplia, como textos: unidades que funcionan y se activan entre sí, pero que van más allá?, ¿o nos amparamos, como el propio Enrique, bajo el común denominador de porciones?, es decir, fragmentos del discurrir de conciencia con el que se enuncia la voz que habita en las páginas de Un caballo, contestó mi madre, el tercer libro en la obra poética de Enrique Carlos, pero también el primero después de un largo silencio; su último libro había sido El show de los muertos, editado por Impronta Casa Editora en diciembre de 2014.
En todo caso, se trata de un silencio relativo, porque si bien Charly no había publicado un libro propio en casi una década, ha seguido con su trabajo creativo en otras áreas. Como todos aquí sabemos, cultiva diferentes lenguajes. Además de poeta, es editor, y junto con Rodrigo Torres ha dado vida a la colección que compone el catálogo de Sombrario Ediciones. A la par de este rol, están las facetas del músico y el artista visual, que podemos percibir muy bien y que enriquecen a Un caballo, contestó mi madre.
Dicho de manera sucinta, pero no para resumir, sino con el propósito de abrir una puerta para adentrarnos en el libro, diré que se trata del testimonio de un hijo ante la enfermedad de su madre. Y subrayo que lo importante aquí es el testimonio: el acto discursivo que traduce la experiencia propia para poner orden en lo sucedido. No se trata de la enfermedad misma; de esa, apenas se nos brindan un par de referencias, a modo de palabras clave, como, por ejemplo, trasplante, término médico que nos sitúa ante un marco de referencia desde donde van surgiendo los hilos narrativos, que poco o nada tienen que ver con lo literal, y para muestra un botón: «Trasplante es una palabra hueca, en su significado se vierte otra palabra», [Enrique Carlos]. No hay representación en el sentido recto de estas palabras que, como un cuchillo de doble filo, son siempre algo más; como el arte mismo que, a decir de Picasso «Al final, siempre se trata de algo distinto»: la sorpresa.
Aquí se vuelve necesario encender algunas luces y retomar la larga tradición con la que dialoga Enrique Carlos. A propósito de ello, el poeta Miguel Ángel Ortiz destacó ya antes la consonancia con los poemas de la casa, el fogón y la madre, que encontramos en la obra de César Vallejo. Yo pienso inevitablemente en El amor de los enfermos de María Auxiliadora Álvarez. Pero quizás, más inequívoco es el diálogo con Héctor Viel Temperley y su Hospital Británico, obra con la que más que una temática, se comparte un modo de decir por atisbos, como espiando y sin nunca mirar totalmente de frente a la Medusa de la realidad, si no desde el amparo de la distancia, como se nos advierte desde el inicio:
Una desgracia venía de lejos
galopando
Este modo de decir sin explicar ni imponer, sino más bien sembrando los referentes para dejar que germinen, es lo que la escritora Maira Colín llamó también el ‘efecto de contaminación’ que trasminan estos textos y lo vuelven un libro hermético, con todo y su lenguaje sencillo y cercano, pero cuyos sentidos no están en la superficie, sino a nivel del subconsciente. Sea como sea, se trata de una cualidad que aprecio particularmente y que Enrique logra, en buena medida, gracias a la plasticidad del texto, a la forma en la que cada micro-dosis con la que se decanta el poema mayor se estampa dentro de la página, al modo de escenas o secuencias.
Tal mecanismo o manera de funcionar nos revela al artista visual y es el pretexto para tocar otro punto: el de la proporcionalidad en la que descansa Un caballo, contestó mi madre; un libro minimalista, de poemas breves, casi haikús por la forma y su total localismo, con pocas palabras muy bien elegidas que crean, más que un campo semántico, un campo magnético. La proporcionalidad entre la palabra hablada y el silencio, además de descubrirnos el oficio de un autor que con un mínimo de recursos logra tal densidad, permite que madure, que crezca la emoción de la lectura y nos desborde, como una canción.
Mención especial, y ya para ir terminando, merece el uso de las comas, un signo ortográfico, no vocalizable, que se convierte en un recurso asémico y es la base de la apuesta visual y conceptual de este libro, que requiere del acompañamiento de alguno de los soportes en los que fue escrito para experimentar los gestos visuales que le dan su identidad. De lo contrario, si nos limitamos a su escucha, nos perderemos el papel de las comas, que más allá de la tradicional pausa o aliento, se transforman en un golpeteo visual, como gotas de lluvia cayendo; primero, sobre el renglón, y luego por fuera de éste, hasta inundarlo todo con su galope. Así, la coma florece, deja de ser un rudimento ortográfico y se transforma ella misma en texto pleno: es un tipo de escritura sin palabras, sin significado convencional y, por lo tanto, la invitación más incontestable a que seamos nosotros, los lectores, quienes le demos sentido.
Para mí, la cortinilla de comas, su campo minado, se traduce en el estado durativo del dolor, la pérdida y la incertidumbre; no sólo ante el duelo, sino ante la experiencia de la lectura misma. Porque ya hemos llegado al final, ¡y no sabemos qué paso! Tendríamos que volver a nuestro cajón de sastre del inicio. Hacer una relectura para encontrar los sentidos que pasamos por alto, pero no es posible: la emoción nos agobia y es muy pronto para revivir lo que aun estamos procesando. Y, sin embargo, si releyésemos, encontraríamos que todo está ahí. Dicho de manera diáfana y a plena vista, pero resguardado por un detalle que se nos revela hasta el final: Un caballo, contestó mi madre es un poema visual, hecho con la trama y la urdimbre que tejen las palabras y el trote del silencio, instalado ante nuestros ojos como un tapiz de serpentinas destellantes, porque:
Alguien apagó la luz
una cortina nos separa
desde entonces,
Sería muy sencillo decir que la materia o tema sobre la que versa Un caballo, contestó mi madre es el duelo. Pero, eso equivaldría a pasar por alto la magia de este libro, cuyo corazón no está solamente en las palabras, sino en la suma total de sus gestos, en el ritmo trepidante con el que suceden las tragedias sin que podamos voltear la mirada. Porque lo primero que habría que advertir es que se trata de un libro para leer de principio a fin, de manera pausada, sin interrupciones. Y es que tiene ese magnetismo, esa cualidad de instalarnos en un espacio privado en donde, cito: «la especulación emotiva es más fuerte que los hechos o que las acciones, y cada una pasa ante ti intentando disimular», [Barbara Guest]. De ahí la importancia de leer los gestos, más que los significados.
Así las cosas, Un caballo, contestó mi madre, libro publicado electrónicamente en 2022 por Ediciones O, y, ahora, reeditado en papel por la editorial de libros artesanales, Niño Down, nos plantea desde el inicio una interrogante formal: ¿qué es esto ante lo que estamos?, o dicho de manera textual, «¿Qué es eso que suena?» como se pregunta la persona dentro de esta creación literaria y que es a un mismo tiempo la observadora y la observada. ¿Es un libro de poemas?, ¿debemos leerlos como tales sólo porque están escritos en verso?, ¿o los vemos de manera más amplia, como textos: unidades que funcionan y se activan entre sí, pero que van más allá?, ¿o nos amparamos, como el propio Enrique, bajo el común denominador de porciones?, es decir, fragmentos del discurrir de conciencia con el que se enuncia la voz que habita en las páginas de Un caballo, contestó mi madre, el tercer libro en la obra poética de Enrique Carlos, pero también el primero después de un largo silencio; su último libro había sido El show de los muertos, editado por Impronta Casa Editora en diciembre de 2014.
En todo caso, se trata de un silencio relativo, porque si bien Charly no había publicado un libro propio en casi una década, ha seguido con su trabajo creativo en otras áreas. Como todos aquí sabemos, cultiva diferentes lenguajes. Además de poeta, es editor, y junto con Rodrigo Torres ha dado vida a la colección que compone el catálogo de Sombrario Ediciones. A la par de este rol, están las facetas del músico y el artista visual, que podemos percibir muy bien y que enriquecen a Un caballo, contestó mi madre.
Dicho de manera sucinta, pero no para resumir, sino con el propósito de abrir una puerta para adentrarnos en el libro, diré que se trata del testimonio de un hijo ante la enfermedad de su madre. Y subrayo que lo importante aquí es el testimonio: el acto discursivo que traduce la experiencia propia para poner orden en lo sucedido. No se trata de la enfermedad misma; de esa, apenas se nos brindan un par de referencias, a modo de palabras clave, como, por ejemplo, trasplante, término médico que nos sitúa ante un marco de referencia desde donde van surgiendo los hilos narrativos, que poco o nada tienen que ver con lo literal, y para muestra un botón: «Trasplante es una palabra hueca, en su significado se vierte otra palabra», [Enrique Carlos]. No hay representación en el sentido recto de estas palabras que, como un cuchillo de doble filo, son siempre algo más; como el arte mismo que, a decir de Picasso «Al final, siempre se trata de algo distinto»: la sorpresa.
Aquí se vuelve necesario encender algunas luces y retomar la larga tradición con la que dialoga Enrique Carlos. A propósito de ello, el poeta Miguel Ángel Ortiz destacó ya antes la consonancia con los poemas de la casa, el fogón y la madre, que encontramos en la obra de César Vallejo. Yo pienso inevitablemente en El amor de los enfermos de María Auxiliadora Álvarez. Pero quizás, más inequívoco es el diálogo con Héctor Viel Temperley y su Hospital Británico, obra con la que más que una temática, se comparte un modo de decir por atisbos, como espiando y sin nunca mirar totalmente de frente a la Medusa de la realidad, si no desde el amparo de la distancia, como se nos advierte desde el inicio:
Una desgracia venía de lejos
galopando
y relinchó
[Nota al pie: la ausencia de punto final en cada texto]
[Nota al pie: la ausencia de punto final en cada texto]
Este modo de decir sin explicar ni imponer, sino más bien sembrando los referentes para dejar que germinen, es lo que la escritora Maira Colín llamó también el ‘efecto de contaminación’ que trasminan estos textos y lo vuelven un libro hermético, con todo y su lenguaje sencillo y cercano, pero cuyos sentidos no están en la superficie, sino a nivel del subconsciente. Sea como sea, se trata de una cualidad que aprecio particularmente y que Enrique logra, en buena medida, gracias a la plasticidad del texto, a la forma en la que cada micro-dosis con la que se decanta el poema mayor se estampa dentro de la página, al modo de escenas o secuencias.
Tal mecanismo o manera de funcionar nos revela al artista visual y es el pretexto para tocar otro punto: el de la proporcionalidad en la que descansa Un caballo, contestó mi madre; un libro minimalista, de poemas breves, casi haikús por la forma y su total localismo, con pocas palabras muy bien elegidas que crean, más que un campo semántico, un campo magnético. La proporcionalidad entre la palabra hablada y el silencio, además de descubrirnos el oficio de un autor que con un mínimo de recursos logra tal densidad, permite que madure, que crezca la emoción de la lectura y nos desborde, como una canción.
Mención especial, y ya para ir terminando, merece el uso de las comas, un signo ortográfico, no vocalizable, que se convierte en un recurso asémico y es la base de la apuesta visual y conceptual de este libro, que requiere del acompañamiento de alguno de los soportes en los que fue escrito para experimentar los gestos visuales que le dan su identidad. De lo contrario, si nos limitamos a su escucha, nos perderemos el papel de las comas, que más allá de la tradicional pausa o aliento, se transforman en un golpeteo visual, como gotas de lluvia cayendo; primero, sobre el renglón, y luego por fuera de éste, hasta inundarlo todo con su galope. Así, la coma florece, deja de ser un rudimento ortográfico y se transforma ella misma en texto pleno: es un tipo de escritura sin palabras, sin significado convencional y, por lo tanto, la invitación más incontestable a que seamos nosotros, los lectores, quienes le demos sentido.
Para mí, la cortinilla de comas, su campo minado, se traduce en el estado durativo del dolor, la pérdida y la incertidumbre; no sólo ante el duelo, sino ante la experiencia de la lectura misma. Porque ya hemos llegado al final, ¡y no sabemos qué paso! Tendríamos que volver a nuestro cajón de sastre del inicio. Hacer una relectura para encontrar los sentidos que pasamos por alto, pero no es posible: la emoción nos agobia y es muy pronto para revivir lo que aun estamos procesando. Y, sin embargo, si releyésemos, encontraríamos que todo está ahí. Dicho de manera diáfana y a plena vista, pero resguardado por un detalle que se nos revela hasta el final: Un caballo, contestó mi madre es un poema visual, hecho con la trama y la urdimbre que tejen las palabras y el trote del silencio, instalado ante nuestros ojos como un tapiz de serpentinas destellantes, porque:
Alguien apagó la luz
una cortina nos separa
desde entonces,