SEIS POEMAS DE YANIRA GARCÍA




*

Mi bisabuelo tocaba la guitarra.
En sus ratos de ocio
ponía a bailar la luz entre sus dedos
acostumbrados a las tijeras de la sastrería.

Mi bisabuelo tenía las manos hábiles
y el corazón como un panal lleno de hijos.
Murió de influenza española
y dejó sus afanes blanqueándose
en el tendedero del jardín.

Siete huérfanos zurcieron su llanto
                            con siete puntos de cruz.
                            Siete platos a medias,
                            siete jarros de abismo,
                            siete notas musicales,
                            siete días de la semana.

Catorce manos vacías,
catorce piernas corriendo hacia un futuro remendado,
catorce pies afianzándose al suelo.

Hasta siete veces siete repitiéndose cada domingo
en siete biblias mudas que no sabían perdonar a la muerte.
Cuarentainueve puertas —dice la cábala—
para volver a Dios.
Cuarentainueve años que nunca cumplió
el hombre que soñaba entre casimires y entretelas:
mi bisabuelo que murió de la gripe española.



*

Seis perros de la calle me han seguido a la casa
en estos días de abandono y congoja.

Me pregunto si los echaron
a la desolación
o huyeron de ella,
del vacío que dejó la ausencia de algún amo
y empezaron a caminar hacia la nada.

Cargo sus huesos en el bolso
y ellos llevan a cuestas mis zozobras.
Aullamos para silenciar a la luna
y lamemos la herida de una epidemia interminable.



*

A mi abuela materna la bautizaron
con el extraño nombre
de una flor muy poco conocida.
Nació en 1918 y dicen
que mientras abría sus pétalos,
redondos y de color magenta,
y su corazón era un pistilo
como sol diminuto,
por su calle pasaban
las carretas con cadáveres
y de pronto, algún grito
echaba a volar al silencio
en la tranquilidad de la siesta.

Fue un año insólito
—como su nombre—
para llegar al mundo.

Su madre bordaba
rosas silvestres
guarecida detrás de la ventana,
las compañías mineras
enviaban a sus trabajadores a cavar fosas
en vez de ahondar túneles
y las noches eran más largas que los meses.

Mi abuela aprendió a perseverar
desde la cuna.



*

En el cruce más desolado
De todas
                        las calles desiertas,
observo a un hombre
que intenta vender limpiaparabrisas
donde ningún auto se detiene.

Corta la luz el movimiento de sus brazos
volviéndola jirones
que navegan
el pavimento efervescente.

Desesperado, aprieta el puño
y lo deja caer
como lanzando un golpe:
nada apalea
más que al viento,
tan suave e impalpable,
que deja a su mano continuar
hasta el fondo de la desesperanza.



*

Dos ocasiones
escapó de la muerte
mi tío Pascual.
La segunda,
cuando huyó del cuartel
justo un día antes de su fusilamiento.
La primera en 1918 —a los 17 años—
cuando la epidemia
andaba por la calle y lo eligió para bailar.
Decía que estuvo a punto de rendirse,
que su madre lo llevaba al jardín
tendido en un petate
esperando que la luz se apiadara de él.

Su vida ya había sido
un tren de innumerables vagones
sobre rieles amargos como el óxido
cuando desanudaba sus historias
frente a cualquiera que deseara escucharlo.
Al terminar reía,
pero su carcajada alzaba el vuelo
con más dolor que triunfo.



*

Nunca he visto un derrumbe,
sin embargo, lo llevo en la memoria
como si apenas
lo hubiera contemplado hace unas horas.
Ese furor de objetos derribándose,
lanzándose a la oquedad
retumbando en mis labios.
Ese caer perpetuo
que a veces nos pasa inadvertido,
siempre arrastrando piedras,
la tierra donde nos sostenemos.







Columna de Humo. Seis poemas de «Todo lo que imagino es un derrumbe» [Premio Nacional de Poesía Germán Lizt Arzubide, 2021] de Yanira García, poeta mexicana. Pachuca, Hidalgo.








Yanira García
Tomados de Todo lo que imagino es un derrumbe
Gobierno del Estado de Puebla, 2022