TRES POEMAS DE EDUARDO ISLAS CORONEL




CABALLOS DE FUERZA

I


Más, ¡ea!,
cambia ya de canción y celebra el ardid del caballo
de madera, que Epeo fabricó con la ayuda de Atena
y que Ulises divino llevó con engaño al alcázar
tras llenarlo de hombres que luego asolaron a Troya.

Homero,
Odisea VIII, 491-495

Parecía un caballo,
más cargaba en su interior una sorpresa:
se trataba de los 50 agravios más audaces,
            armados, bien ocultos,
a la espera de la orden de Odiseo
o tal vez la gastritis
que terminó matando al retinto de mi padre.

El caballo se mi padre se murió de manera prematura,
siempre sufrió por causas digestivas.
Fue, en su tiempo, el mejor de sus caballos.

Si un caballo también es máquina engañosa,
regalo emponzoñado,
ardid y terremoto,
¿qué es lo que produce?
¿qué es lo que trae dentro?

Puede ser que el retinto llevara en su interior
            la ácida tristeza de mi padre.
No pudo echarla fuera:
a los caballos, su propia anatomía les dificulta el vómito,
por lo tanto, se encuentran imposibilitados para la catarsis.

Ya sea porque la dieta resulta inadecuada,
por mala deglución de la comida,
por deshidratación o por parásitos,
los cólicos equinos son mortíferos como guerreros griegos.

El gran caballo de madera hubiera muerto
por causa del cansancio
y la tristeza de los hombres que en su interior había
Odiseo, Menelao, Neoptólemo, los otros combatientes,
si este no los hubiera vomitado para que comenzaran
a repartir carnicería y muerte entre el pueblo troyano.

Haber pasado de noche la lección
en la que nos enseñan, a los hombres,
a hablar de lo que duele
o no haber recibido tal lección en absoluto.

Haber pasado la noche entera adentro de un caballo.

¿Cayó dormido alguno de quienes aguardaban
a que el sueño cubriera los ojos enemigos?
¿Ese mismo soñó, como soñó mi padre,
que su caballo se moría?
¿Acaso los demás pensaron en sus hijos y mujeres
o hasta en su propia patria?
Me pregunto si hablaron entre ellos
o todo fue silencio, o todo fue
aquel olor a muerte, a hombres, a metal, a cuero y a sudor,
o tal vez a otra cosa:

una vez aspiré, a través de una sonda nasogástrica,
efluvios provenientes del vientre de un caballo
al que le practicaban un lavado estomacal.
No fue desagradable la experiencia:
percibí la frescura de la menta y el pirul.

En nada se turbó el rostro de mi padre
cuando el veterinario le dijo por teléfono
que se estaba muriendo su caballo,
sin embargo, la cólera
ya estaba fermentando en su interior.

Aquella tarde, estábamos en la ciudad;
                                                el retinto, en el rancho.
Llegamos para ver cómo el caballo
trataba de morder su propio estómago, trataba de rasgar
su propio vientre a dentelladas
como para sacarse todos esos argivos sanguinarios.

Trocado en mar revuelto,
sudaba blanca espuma su caballo.
Coceaba y daba vueltas por el suelo
de la caballeriza
su caballo.
Se ponía de pie.

Atravesó la mente de mi padre
que alguien le había envenenado a su retinto.
No lo creí posible.

Ninguno de los dos dijimos nada
cuando se derrumbó
definitivamente.

La muerte es un establo silencioso del tamaño del mundo.

Lo decidió mi padre:
no hubo ninguna suerte de ritos funerarios.
Más bien llamó al burrero, y aquel se lo llevó en un remolque.
Es probable que el cuerpo del caballo
terminara en el rastro municipal.

No hubo despedidas:
totalmente invadido por la rabia
mi padre ardió en silencio
como ciudad vencida.



II

Es evidente que se debe comprobar, incluso, el buen estado físico del potro aun no domado,
ya que todavía no presenta claras de su carácter el caballo que aun no ha sido montado.

Jenofonte,
De la equitación


Andamos por la plaza,
            entre los puestos de los mercaderes.
Estamos a mediados del verano.
Hace mucho calor y huele a estiércol.

Con los ojos que hurtó al viejo Jenofonte
mi padre mira los potrillos que pretende comprar.

Se puede conocer a un hombre
por la forma en la que mira un potrillo
y lo que yo he podido saber sobre mi padre
es que es un hombre práctico:
la adquisición de un ejemplar equino es la manera
como se le ha ocurrido que yo aprenda a mirar.

En su tratado sobre la equitación
Jenofonte discurre sobre morfología:
práctica que consiste en observar
y describir las partes extremas de una cabalgadura:
sobre todo: su altura, su perfil,
la relación entre sus proporciones.

Mi padre se coloca a cinco metros de un potrillo
y lo mira de forma lateral,
después de frente, en su totalidad,
        luego por partes.

Tienes que estar atento, me apercibe
mientras me sujeta el hombro con fuerza,
ellos intentarán verte la cara
cuando quieran venderte sus caballos.


Dicho en otras palabras:
apreciar la belleza
de una cabalgadura defectuosa.

Este examen no debe confundirse
con la práctica de la anatomía,
palabra que proviene del griego
y significa «corte» o «disección».


Pero yo nunca he podido limitarme
a una revisión superficial
de las cosas.

Por eso pienso en la vez en que falló mi carro a medio bulevar
y yo le hablé a mi padre para que me ayudara.

Caía un aguacero.

Aun no he descubierto qué es lo que debo hacer
cuando fallan las máquinas y estoy bajo la lluvia.

Mi padre llegó al sitio al cabo de una hora.
Estaba cansado y molesto.
No voy a estar aquí para ayudarte siempre,
me dijo y abrió el cofre.

Se puede conocer a un hombre
por la forma en la que mira un potrillo,
por la forma en la que observa el motor
de un carro descompuesto.

¿A quién se le ocurrió en primer lugar
que un caballo se asemeja a una máquina,
que un hijo debe ser como su padre?

Supongo que ajustó una manguera
o conectó algún cable.
No supe lo que hizo, pero de pronto el carro funcionaba;
mientras tanto, yo no paraba de pensar
en los manuales de motores
de combustión interna
que no había tenido la oportunidad de leer.

Se puede conocer a un hombre
por la forma en la que no mira a su hijo
al que le gustaría ser un caballo.

Mi padre se fue decepcionado sin decirme otra cosa.

Pensé que no debería de ser tan difícil
que no debería de ser preciso
saber cómo funciona un automóvil
            para poder usarlo.

Supongo que así ocurre también con el amor.

Mi padre, por ejemplo, les profesa
amor a sus caballos,
aunque no sepa cuáles son sus nombres verdaderos,
pero yo no he podido
amar lo que no entiendo.

No me siento capaz
de comprar un caballo
si antes no he conseguido
que vibren en mi oído
las cuerdas de sus nervios y tendones,
tomar entre las manos su cabeza,
probarme sus ojos,
pesar su corazón.



III

Si no te han dicho nunca Es increíble cómo te pareces a tu padre;

si su amor y el tuyo son dos árboles
de diferente especie tipo hábitat planeta;

si el fruto no cayó cerca del árbol,
si fue picado por los pájaros
o le salieron alas;

si son tan semejantes
como pudieran serlo
un ejemplar equino
y un motor de combustión interna;

si no estás muy seguro
de que de haber tenido la misma edad que tú
te habría querido como amigo;

pero lo acompañaste esa mañana
a recoger sus pertenencias
de donde ya no lo querían
―sus sillas de montar, algunos frenos, sus caballos
,
y las subieron juntos al remolque,
y mientras conducía de regreso su camioneta blanca
pudiste ver sus ojos en el retrovisor
tan húmedos de cólera;

si insistes en que no consigues entenderte con tu padre,
¿por qué camina errante este caballo
en todo lo que escribes?















Eduardo Islas Coronel
Inéditos