SOBRE «CUADRO AZUL SOBRE FONDO DE NADA» DE ARÍSTIDES LUIS
UNA POÉTICA DEL REFLEJO
por Enrique Carlos
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Lo primero que uno descubre al
acercarse a Cuadro azul sobre fondo de nada es que no se trata, al menos
en una primera impresión, de un libro temático. No hay un hilo conductor
evidente que organice los poemas de manera explícita. Y sin embargo, desde las
primeras páginas resulta claro que no estamos ante un conjunto de poemas
sueltos. Esta unidad no proviene únicamente de la maestría tonal y rítmica de
Arístides [aunque el ritmo, el tono y el manejo del lenguaje se mantienen en un
registro tan preciso que producen un efecto natural de cohesión]. Eso ocurre,
sí, pero no basta para explicar la sensación de estar ante a un libro
íntimamente entrelazado consigo mismo.
Un
primer hilo conductor, quizá el más visible cuando uno vuelve al libro con
atención, es la presencia constante de animales. No siempre ocupan el centro
del poema, pero su aparición es decisiva: cada criatura funciona como una
bisagra que abre el texto hacia otra dimensión. Este libro puede leerse,
entonces, como un bestiario contemporáneo y personal, donde los animales dejan
de ser solo motivos líricos, para convertirse en figuras que permiten pensar el
deterioro, la memoria y la supervivencia.
A
través de ellos, Arístides teje un discurso que se mueve entre lo biográfico,
lo histórico y lo existencial: el caballo ahogado que se mece en la espuma; el
tigre vencido que se interna en la maleza; los pájaros que continúan su canto
incluso bajo las metrallas; el ave que vuelve al hogar únicamente para morir;
el pulpo adherido a la columna como un dolor enquistado; los gatos que duermen
con delicadeza en la templanza de la tarde.
Pienso
entonces unos versos de Ted Hughes: «Escribir es igual que cazar / y el poema
no deja de ser un animal / una forma de vida ajena a nosotros». Esta frase, en
el contexto del libro, arroja luz de un modo especial. Porque Arístides parece
asumir menos el papel de escritor que el de cazador. Aquel que asedia por el
hechizo del enigma y la belleza.
Desde
aquí, la metáfora se sostiene sin esfuerzo. Cada poema es el rastro de un
animal que aparece, se repliega, se resiste y finalmente se deja tocar. Esa es,
quizá, la mayor fuerza del volumen: la sensación de estar ante poemas que
conservan la humedad, el pulso y el misterio de algo capturado.
A esta
capa de lectura sumo una afirmación que hacía el pintor Paul Klee: «Cuando
decimos naturaleza, no debemos obviar que nosotros somos también naturaleza».
Si seguimos esta línea, Arístides [el poeta-cazador] no sólo sigue el rastro de
animales literales, sino también el de otras bestias: figuras excepcionales
cuya singularidad desborda y genera el mismo tipo de fascinación que un felino
en tensión o el ojo inmóvil de un lagarto.
En el
libro, esta fauna se despliega a través de figuras como Katsushika Hokusai,
Gilberto Owen, Leonardo da Vinci, o Ryuichi Sakamoto. Todos ellos de una
sensibilidad especial, cuyo modo de estar en el mundo tiene algo de criatura excéntrica.
Arístides no pretende explicar a Owen [para eso está su psicoanalista] ni
desentrañar a Sakamoto. Lo que hace es mirarlos escurrirse entre los matorrales
del tiempo. Porque toda vida extraordinaria es, también, una forma de
animalidad.
Me
detengo aquí para hablar de la preciosa edición del libro [ganador del Premio
Nacional de Poesía Rodulfo Figueroa 2024]. Ya no es un secreto para nadie que
Edgar Trevizo, al timón de su madame Medusa Editores, es un editor
exquisito. Cuadro azul sobre fondo de nada es otra prueba de la
elegancia con la que trabaja Edgar. Con esta novedad, Medusa sigue sumando
títulos impecables a un catálogo que comienza a adquirir la consistencia de una
constelación, destinada a perdurar.
Aprovecho
este paréntesis para hablar de la portada, que exhibe la pieza El Fuji Azul
de Hokusai. Allí vemos al monte Fuji solitario, melancólico, hermoso y nevado.
Y es precisamente esa palabra —nieve— la que venía buscando.
Animales-acecho-nieve:
este campo semántico me conduce de inmediato a un verso de César Vallejo que me
acompaña desde hace años: «Tengo un miedo terrible de ser un animal de blanca
nieve». Si ya vimos a Arístides como cazador de creaturas y luego como
acechador de personas, ahora, a la luz de este Fuji nevado, lo vemos
acechándose a sí mismo. Si hay un bestiario en este libro, el poeta también
forma parte de él.
En el
poema inicial, el que da nombre al volumen, presenciamos varias escenas de
enorme potencia: el pintor anciano y enloquecido, el mar arrasándolo todo, la
espuma acariciando el pelaje sedoso de un caballo muerto. Pero el giro
importante ocurre al final, con los versos que cito a continuación:
Todos los seres, las cosas, mueren.
Todos los hombres morirán
pero no todos lo harán quejándose,
piensa el pintor feliz, experto,
frente a un cuadro azul
que en su sello dice:
retrato de la ola
mirando su reflejo
en el agua.
Ese detalle, casi inadvertido, marca la lectura del libro entero. Porque el cuadro no representa al mar, ni al paisaje, ni a la ola: representa el reflejo de la ola mirándose a sí misma. Lo que vemos es un autorretrat.
A partir de esa revelación, se vuelve claro que cada animal que Arístides persigue es también él mismo. Cada bestia cazada, es una forma desplazada del yo. Y lo mismo ocurre con cada figura histórica o ficticia a la que sigue con devoción: Katsushika, Sakamoto, Da Vinci, Owen… todos funcionan como espejos.
Cuadro azul sobre fondo de nada es, finalmente, el autorretrato de las bestias que caminan dentro de Arístides [animales y humanas]. Una poética del reflejo.
